A María Merino
El lunes llamó a mi puerta una desconocida. Se presentó de forma genérica:
–Hola, soy yo –me dijo.
Aseguró ser el amor de mi vida. Yo no la había visto jamás. Sin embargo, me pareció de mala educación dejarla en la puerta, de modo que la invité a pasar. Entró en mi cocina y uso mis cubiertos y mis platos. Durmió en mi cama. Se sentó en mi sillón favorito. Yo a nada le dije que no. Yo a todo le dije que sí.
El martes me pidió perdón por sus infidelidades. «No significaron nada», me dijo. Yo me lo creí. Y la perdoné.
El miércoles murió entre mis brazos. Me dejó destrozado. Dejó un vacío tan grande en mi pecho que mi corazón rebotaba contra mis costados al andar, produciéndome un dolor insoportable.
Para el jueves, era yo el fallecido. A mi entierro vinieron todos sus amigos. Sospecho que alguno de sus amantes. Incluso muerto, reconocí en todos ellos su impronta.
El viernes otra persona compró mi piso. Nada más entrar, reconoció el aroma de los amores eternos.
Esos que duran lo que una canción de Joaquín Sabina.
© J. Ignacio Sendón. Alicante, 3 de julio de 2020
6 julio, 2020 a las 17:04
No sé cómo has podido plantear, a modo de microrrelato, un tema tan arduo como el de la lealtad emocional: hay amores incondicionales que perviven eludiendo a la lógica y a la madurez, teniendo por única justificación el origen juvenil, o primitivo, en el que se fraguaron. Lo que nos lleva a plantearnos si ese amor juvenil, pasional, no es más que el gran temporal que, una vez llegada la calma, suele dejar el gran poso del cariño, o sea, del verdadero amor. Tú lo conoces, así que tienes conocimiento de causa para desarrollar el tema. Ánimo.